¿El “cambio” es para acabar con el oro y con el moro?
Por Jorge Gomez
20 de mayo de 2024
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En el desastroso comportamiento general de la economía, hay un dato que ha pasado prácticamente inadvertido: el de la caída del 16% en la explotación de minerales metálicos, con relación al primer trimestre del año anterior. Esta información la acaba de publicar el DANE al revelar el crecimiento del PIB para el primer trimestre de este año.
La noticia no sorprendió en absoluto. En los últimos meses el país asiste a una descomunal fuga de oro de forma clandestina, realidad que no entiende o no quiere entender el Gobierno. La situación se explica porque mientras la explotación de oro está creciendo a pesar de la negativa gubernamental de formalizar a los ancestrales y tradicionales sin título, la comercialización legal, cae dramáticamente en virtud del contrabando dirigido principalmente hacia Venezuela, aunque también hacia Ecuador y Centro América.
Esa fuga afecta las finanzas públicas, los recursos de regalías para entes territoriales y para la propia nación. Se puede afirmar categóricamente que el 16% de la caída en la producción minera metálica corresponde a ese oro fugado, lo que al final del año podría representar alrededor de dos billones y medio de pesos menos de circulación legal de dinero proveniente de esa actividad y una merma, entre regalías e impuesto de renta y otros tributos, de unos ochocientos mil millones de pesos. Y todo por la ceguera gubernamental, que, en lugar de formalizar y ordenar toda la cadena de valor de la minería, se ha dedicado a estigmatizarla y perseguirla como un enemigo público.
Hagamos un poco de historia. Desde la expedición del Código de Minas, o Ley 685 de 2001, se desencadenó una entrega desaforada de títulos mineros, especialmente de oro, para un puñado de multinacionales. Se igualaron por lo alto los requisitos para grandísimos, grandes, medianos y pequeños mineros. El Estudio de Impacto Ambiental (EIA) y el Plan de Trabajo y Obras (PTO), tienen idénticas exigencias para la descomunal Anglo Gold Ashanti, que para el dueño de una pequeña motobomba.
Esta lógica incubó un conflicto de proporciones cada vez mayores pues los mineros ancestrales y tradicionales mecanizados, o mineros de subsistencia o artesanal que lograron tener algún ahorro e igualmente adquirieron alguna herramienta mecánica, han buscado infructuosamente legalizarse. El corolario es perverso pues de las 60 o 70 toneladas de oro que se producen en el país anualmente, se calcula que al menos la mitad, proviene de explotaciones sin título minero, o informales.
¿Y cómo se legaliza su comercialización? Es un secreto a voces: se vende mineral como proveniente de títulos inactivos, o que en la realidad producen menos de lo que venden; se comercializa el material de mineros de subsistencia que no extraen los 420 gramos anuales autorizados o simplemente están registrados, pero no ejercen. En fin, los poros del Registro Único de Comercialización de Minerales (RUCOM), son infinitos, y aunque es un obstáculo para muchos comercializadores que tienen que registrar el origen de sus compras, en muchas ocasiones, los propios vendedores se las ingenian.
De forma paralela, distintos gobiernos, especialmente a partir del de Santos e incluido el de Petro, han declarado una guerra a muerte a los mineros informales que usan alguna maquinaria para desarrollar su trabajo, basados en el Decreto 2235 de 2013 que permite la destrucción de esta sin fórmula de juicio. Guerra física paralela con una campaña de estigmatización absurda, en la que se identifica al minero informal como criminal, terrorista y depredador ambiental. No cabe duda que los grandes beneficiarios al final del día, de esta “guerra” son las multinacionales con título.
Con la llegada del nuevo gobierno, el del “cambio”, pasamos del privilegio a un puñado de monopolios mineros apalancados o de propiedad del gran capital financiero y especulativo internacional, a una campaña generalizada contra todo tipo de minería, una especie de ochi con todos los marranos. Recuerden la famosa frase del presidente en la que afirmó que para hacer minería “no se necesita cerebro”.
Pero el asunto no para en lo simbólico. En todas las manifestaciones oficiales se encuentra la intención de reducir las áreas susceptibles de ser entregadas para la explotación minera. Empecemos por el Decreto 0044 de enero 30 de este año, que en teoría se expide para cumplir un fallo del Consejo de Estado. El alto tribunal ordenó al Gobierno delimitar con claridad las áreas que tienen restricciones de tipo ambiental para el ejercicio de la actividad minera; pero ¡oh sorpresa!, en lugar de trazar una hoja de ruta para precisarlas y dar cumplimiento dentro de los plazos y términos de la sentencia, lo que se decide es ampliar las áreas vedadas para la minería, casi de forma ilimitada y sin necesidad de fundamentos serios para hacerlo, creando la exótica figura de reservas de recursos naturales de carácter temporal, declarables por un periodo de 5 años, prorrogable por otros 5.
También se conoció el texto de un borrador de proyecto de reforma al Código de Minas del Ministerio del ramo. Ese borrador está inundado de menciones a la reconversión productiva de los mineros, además de alusiones repetitivas a la declaratoria de áreas no aptas para la minería por razones que incluso nada tienen que ver con asuntos ambientales o técnicos. Nadie es tan despalomado para no entender que allí lo que se busca, al igual que con el decreto de marras, es reducir casi hasta la extinción, la explotación aurífera.
En Audiencia celebrada recientemente en Medellín, para discutir el Proyecto de Ley que crea la empresa ECOMINERALES, de iniciativa del Gobierno, y convocada por la Comisión Primera de la Cámara de Representantes, la viceministra de Minas expresó que el problema de la minería en Colombia se reduce a que los títulos están concentrados en pocas manos, de lo que se deduce que, en la perspectiva gubernamental, no hay espacio para áreas nuevas de formalización y legalización minera.
Hoy los mineros ancestrales y tradicionales sin título se enfrentan a un gobierno que los persigue de forma implacable, solo que, a diferencia de los anteriores, lo hace con argumentos ambientalistas de dudosa seriedad. Vale la pena tener en cuenta estos datos: de los 114 millones de hectáreas que tiene Colombia, cerca de 70, un 61% son áreas protegidas o reservas forestales de Ley 2° de 1959. Todos los títulos mineros hoy vigentes, para todo tipo de material, abarcan algo más de 5 millones de hectáreas, un poco más del 4% del país. Pero en oro hay menos de millón y medio de hectáreas tituladas y si calculamos que los mineros de oro sin título aspiran a tener otro millón y medio, podríamos concluir que, para explotar toda esa riqueza, se requeriría algo así como el 2,6% del territorio nacional.
¿A cuenta de qué el Gobierno del “cambio” solo habla de aumentar el área vedada para la minería del oro? ¿Con qué argumento serio se busca es cambiar la vocación de cerca de un millón de colombianos que viven, formal o informalmente de la extracción de oro? ¿Los van a reconvertir en barberos como propuso alguna vez un alto funcionario del gobierno de Santos? ¿De dónde sale la idea de que lo que hay que hacer es repartir lo que está concesionado sin ampliar la frontera minera?
Colombia pasó de tener una seguidilla de gobiernos dedicados a “hacer felices a las mineras multinacionales”, a uno que pretende hacer infelices a todos los mineros, grandes, medianos y pequeños. Todo indica que la política minera del gobierno del “cambio” es acabar no solo con el oro, sino también con el moro.
Medellín, mayo 18 de 202
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